En Egipto se establece un tipo de casa con sala central de ventanas altas para defenderse del calor, sin la existencia de patio, la creación de jardines acotados propicia el nacimiento del peristilo (patio).
En la ciudades sumerias, se encuentran muy pronto viviendas con patio totalmente desarrollado. Estos primeros patios permiten disponer el fuego en ellos y situar los almacenes y lugares de dormir en su perímetro. Esto demuestra que la sociedad se ha organizado por familias.La novedad que presenta la casa griega además es que el patio está porticado por columnas de piedra que rodean los tres o cuatro frentes que lo componen. A este tipo de patio se le denomina patio de peristilo.
Así lo indica en su Diez Libros de Arquitectura en el capítulo 6, 5, 1 “los vestíbulos y los patios que, bajo la apariencia de atrios, peristilos o simples áreas descubiertas, centralizan y ordenan las plantas de las viviendas, constituyen los sectores a priori públicos, por ser zona de tránsito para los participantes en las actividades sociales de la unidad familiar”, sobre todo la Salutatio pero también, llegado el caso, podrían enmarcan importantes reuniones de trascendencia política y hasta representaciones teatrales o musicales.
Las casas más antiguas de Pompeya que consistían en diversas habitaciones agrupadas de forma axial o simétricamente en torno a un espacio central, éste es, obviamente, lo que Vitruvio describe como atrio.
Patio con aire islámico
Después de la conquista de Córdoba por Fernando III en el siglo XIII los cristianos ocupan la ciudad y habitan algunas de las mejores casas que encuentran. De igual modo, reúnen algunas otras pequeñas para formar grandes casas solariegas. El estilo gótico que podrían traer los cristianos se mezcla con lo mudéjar y en el siglo XIV muchas de las grandes casas de la ciudad poco se diferenciaron de las granadinas, es a partir de los Reyes Católicos cuando se estiman de nuevo los estilos europeos y a finales del XV se introducen patrones italianos.
Casa solariega del siglo XV y rehabilitada en el siglo XIX. Calle Judios
A partir del siglo XVI la aristocracia asume el cambio de estilo que viene de Italia aunque conserva la estructura de sus antiguos palacios. Los patios de estas grandes casas son de tres tipos: el patio de recibo, el patio central representativo y el jardín. El primero es llamado en los conventos "el compás" y hace las veces de patio de entrada donde se apea el visitante. Desde ese patio, donde se encuentran las cuadras y cocheras, se puede acceder a la casa de verano en planta baja y a la de invierno en planta alta.
La vivienda sigue teniendo un patio como centro de la estancia, con el tiempo este patio se monumentaliza y recoge una arquitectura más representativa y clásica. Son muchas las grandes casas que aun conservan esta estructura, sin duda el ejemplo cordobés por excelencia lo ofrece el conjunto del palacio de Viana, igualmente podemos mencionar el formado por las casa propiedad del señor Nahmias que es extraordinario no solo por lo que conserva de antiguo sino también por lo construido en este siglo. Una de las casa más antiguas que conserva su estructura es la que fue casa solariega de los Páez de Castillejo hoy Museo Arqueológico, similar es la casa de los Muñices en la calle del mismo nombre reutilizada como colegio de enseñanza. Otro conjunto interesante es el formado por la casa solariega de los Hoces y de los Guzmanes en la calle Sánchez de feria donde hoy se sitúa el Archivo Municipal.
Patio del Museo arqueológico y etnológico de Córdoba
De esta categoría hay una extensa variedad de patios, su arquitectura va desde el barroco hasta un eclecticismo actual. Todas estas casas tienen un patio central que es el corazón de la casa y su principal habitación, donde sigue existiendo fuente o surtidor, vegetación de arriates o macetas. Las puertas del portal se han sustituido por cancelas que permite la entrada de aire fresco de la calle para regular en verano la temperatura y poder mostrar la arquitectura de sus patios cuidados.
Los antiguos patios de Córdoba, como las calles, como las plazas, tenían un sello especial, característico que los distinguía de los de todas las demás poblaciones.
Había dos clases de patios, unos que pudiéramos denominar aristocráticos y otros populares.
Los primeros tenían honores de jardín y los segundos se asemejaban mucho a nuestros huertos incomparables.
En el centro, rodeada de plátanos, aparecía la fuente, cuyo surtidor entonaba, sin cesar, la canturía del sueño, lenta, monótona.
Limitaba al patio por su frente y casi siempre por uno de sus lados, una amplia galería con arcos severos que le daban el aspecto de claustro conventual.
De los arcos, sostenidos por esbeltas columnas, pendían caprichosas jardineras con plantas colgantes y jaulas polícromas en que los canarios hacían coro a la canción de la fuente.
Al pie de las columnas veíanse artísticos jarrones con pitas, cardos o palmas reales.
Rocíos cortinones azules o grandes persianas verdes cubrían los arcos, durante el verano, dejando la galería en una agradable penumbra que convidaba al reposo.
En las horas de siesta, el transeúnte, al pasar ante las casas que tenían estos patios, sentirse envuelto en una oleada de frescura impregnada de perfumes, que le mitigaba la fatiga producida por el calor.
Aquello era algo así como el oasis porque suspira el caminante cuando cruza el desierto.
La pereza andaluza o la siesta. Julio Romero de Torres
Delante de los arriates extendíanse los macetones con aureolas, boneteros, bojes y trompetas.
Siempre había un rincón destinado a las plantas medicinales, la hierbabuena, el toronjil, la manzanilla y la uña de león, unidas con otras plantas olorosas como el sándalo y el almoraduz.
En el centro se elevaba el macetero, esbelto y gallardo, semejando un artístico ramo de flores de colosales dimensiones, en que parecía que estaban unidos todos los colores y todos los perfumes de la flora universal.
Le servían de zócalo diminutas macetas de albahaca, primorosamente recortada en forma esférica y en los distintos cuerpos del armazón de madera de aquella primorosa pirámide se agrupaban los alhelíes, las espuelas, los corales, la verbena, los agapantos, el heliotropo, los geranios, los miramelindos, la flor los de la sardina, los borlones, los jacintos y las marimoñas.
En el rincón menos cuidado crecían los típicos dompedros que entonces también se criaban espontáneamente en muchas plazas y callejas.
En los trozos de la pared que no estaban cubiertos por el verde tapiz de pasionarias, jazmines y madreselvas se veían, a guisa de jardineras, pendientes de un asa de alambre o cordelillo, viejas y desportilladas jarras llenas de plantas de claveles.
Parte de algunos de estos patios se hallaban resguardadas de los ardientes rayos de sol, no por un toldo sino por un palio esmeraldino, el emparrado, del que colgaban, como lámparas de oro, grandes racimos de olorosas uvas.
Durante las horas de la siesta las mujeres trasladaban a las habitaciones las macetas de albahaca para aspirar su fresco aroma.
Al atardecer las mozas se dedicaban a coger las cabezuelas del jazmín para hacer los ramos que habían de lucir entre el cabello y a regar las plantas, mustias a consecuencia del calor, para que volviesen a adquirir su lozanía.
Con la manzanilla de estos patios huertos se adornaba la poética Cruz de Mayo; con los lirios el clásico altar cordobés del Jueves Santo, con las rosas el blanco ataúd de la niña muerta.
Para curar los desarreglos del aparato digestivo recurrían a la hierbaluisa en infusión; sobre las heridas se aplicaba la uña de león como remedio infalible.
El pueblo celebraba en sus patios incomparables los acontecimientos de familia: el bautizo, el otorgo, el casamiento y en ellos se verificaban las caracoladas y las sangrías, fiestas genuinamente andaluzas, llenas de encantos, que van desapareciendo, como todo lo tradicional y típico.
Y en los tiempos, ya lejanos y felices, en que encontrábamos dentro del hogar los goces que hoy buscamos fuera de él, durante las noches de estío, en los patios bañados por la luna se congregaban las familias para descansar del trabajo del día y disfrutar de los encantos de esos pequeños e incomparables vergeles del suelo cordobés.